martes, 11 de octubre de 2011

"il cavaliere" Páginas 123 - 128


A
hora que me detengo a mirar los álbumes de fotos amarillas y opacas, y el florero que toma el sol en la ventana aprendió a desarrollar crisis existenciales. Me digo, solo y trasnochado, que nada es eterno cuando un beso es una llave, por este asunto de creer que el cielo tiene puertas, que es una celda de oro donde se desnudan las musas y otras adicciones.
Ni Louvre ni nada que se le parezca se asemeja a las tormentas de los calendarios, ni el odio de los horarios, ni el perfume de los agravios mal habidos.
Llevo meses afinando mi narrativa durante horas al borde de la ventana, aún cuando Nicoletta sale a comprar revistas y periódicos europeos. Y en tantas voces que tiran las paredes se oye la angustia de preguntarse si lo que uno escribe apaña la soledad y logra tocarle el corazón a cualquiera.
Las actrices de teatro suelen ser muy buenas actrices precisamente, y según la filosofía Nietzscheana el rol del artista es justamente la de un actor. De reparto. Principal. Arlequín. Pero actor al final.
Los relojes de pared se me antojaron sospechosos, como si en las manijas caminaran hormigas o si en los numeritos hay algún secreto para la posguerra.
Y yo que nunca le he atinado a la lotería, suelo pensar que de entre tantos dilemas y entre tantas rimas consonantes de numerología, pueda atinarle a un gran número ganador.
En la cama ya no hay espacio para nada más, en el cajón de mi escritorio, que no es mío porque es del hotel, se esconde una tarjeta postal, una de orquesta ranchera, y otra de una floristería, para cuando en cuando me dé por traerle flores a ella. Traerle, porque aquí todo es al revés, en lugar de enviarle yo se las traigo. ¿Entiendes?
Y los papeles se desvelan, procuran acicalar la tentación de preguntarle si tal o cual soneto la describe muy bien, porque es un lío encontrar la palabra perfecta, la consonante adecuada, la sintaxis apropiada y las caricias breves para sacarle una sonrisa aunque sea en el baño mientras hace pis y lo recuerda. (¿Por qué las mujeres dicen hacer pis?) No sabemos querernos, nosotros hemos roto el paradigma, no creemos en el matrimonio y no nos dá por intentar creer. Preferimos improvisar puestas en escena imitando a Romeo y Julieta. Pero la causa es indefendible, nos despedimos al irnos a dormir como quien se despide del verano o del invierno. Las uñas con tono rojo y cortas, que ella muy bien las pinta, practican caminatas de parque sobre mi pecho, la respiración se hace cada vez más corta, más dulce y menos miedosa.
En la almohada, que huele a alcanfor, hay veintisiete sueños, y de esos veintisiete sueños, dos son repetidos, como sabiendo que no se puede ser del todo tolerante o arribista.
Las baldosas, queridísimas baldosas, que besan los pasos y son testigos fieles de la aventura sexual, aquella de hacer el amor en el suelo de vez en cuando, nunca viene mal romper con los horarios. Esas mismas baldosas, sabrá alguien a cuántos idiotas más han conocido, coleccionan puntitos de tonos marrones, como si fuesen lunares, como trenes de cercanías, que vienen desde muy lejos, como días lunes o días martes o días jueves o días octavos, porque el crucigrama apercolló los hilos de las palabras. Porque yo tan ateo, miserable y frío, procuro no dejarme llevar por ningún coche de bebé con algún caramelo, como esos que se disfrazan de besos sin ser pedidos. Más o menos como las letanías.
Sabemos que nada de esto será eterno, que pronto nos pedirán las llaves, y qué lindo es saberse en el cielo, aunque, por mi condición de lector voraz de filosofía, me hice la teoría de que el cielo es la misma cosa que el infierno de Dante, sólo que uno es de día y el otro es de noche.
Todo lo resumo como tal, y una de mis manías en dramaturgia es escribir de madrugada, con una lamparita General Electric sobre el escritorio, que ya no cabe llamarlo así, porque utilizo una máquina de escribir a pesar del toser de las teclas que se hunden despacito para que ella no se despierte. Diría el chofer de madame Paulette, que no siempre se puede complacer a una mujer. Seguro el tipo es divorciado. No hago la pregunta de si lo es o no, porque no lo considero elemental a éstas alturas de mi vida. Y así, suspirando y sabiendo que nadie es libre, porque cuando vas a un restaurante francés o hindú o cualquiera, tú crees que escoges un bife con total libertad, sin embargo ya te han pre escogido veinte clases de bife. Es una putada.
A las mujeres no se las escoge, ni se las aprende a querer como deberían, son diosas omnipresentes y desnudas que con sucia cautela te rompen la mollera con un bate de béisbol. Siempre he dicho que son como los gatos, seguramente por eso Nicoletta me preguntó la primera vez que hicimos el amor que si antes yo había besado a uno. Porque los gatos son así, los únicos animales que se autodomesticaron. Uno cree que es el dueño de alguno pero resulta que es él quien se adueña de uno. Vienen sólo para la cena y regresan a alguna cornisa o a algún basural francés.
Dentro del corazón sé que no hay esquinas para esperar a ningún autobús o ni siquiera al tranvía. Maravilloso. Y aquí llueve demasiado. Y no hay agua potable. Por eso hemos decidido no querernos con el corazón sino con la mente. Algo mucho más racional.
En Leipzig me contaron que las calles te dicen adónde llegar, como si uno necesitara consejos. Hijos de nadie, abuelos de la nada.
Por este motivo, he decidido proponerle a la italiana regresar a Guayaquil. Sé que no se acostumbrará fácil a la humedad. Pero nada es difícil. Yo me acostumbré al invierno de la menopáusica Europa, y solamente con un jersey y un sombrero. Han blanqueado mi piel los inviernos. Pocas veces lo noto, porque sólo me desnudo con ella en la cama y cuando sucede tenemos simplemente la lámpara de la calle para alumbrarnos, cosa que resulta muy romántica si uno quiere ponerse meloso. Y cuando tomo una ducha de agua tibia, me pongo a leer, así que no he notado en otras ocasiones el tono de mi piel. Y por antonomasia sé, que mi procedencia vasca me hace desde ya un blanquito más.  


               La noche de jueves fuimos a una pelea de box, entre Jean Cutí y Edward Van Rukpiera,  pesos pluma, estos muchachos deberían estar en la escuela todavía, o vendiendo salchichas con mostaza en las esquinas de Manhattan. Llevé un par de puros porque los cigarros no vienen mal para estas saliditas. Nos ubicamos en la quinta fila, en asientos cómodos y opacos, butacas de corte inglés y botones de a cuatro en los respaldares para que amortigüen a las espaldas cansadas. Estos herederos de Sullivan harían una orgía de golpes con las hermanas Bennett, sabiendo que no se puede golpear la nuca, patear al oponente, darle la espalda al contrincante, tropezar al rival, golpear bajo el nivel del cinturón, dar cabezazos intencionales o hacer uso de mañas u objetos inapropiados. ¡¿Qué mejor cosa describe así al amor?! Este savate de cuadrilátero se me hace muy conocido por relacionarlo con la cama.
Del lado derecho, tropezando codo a codo, está Mark Bosmél, dice ser periodista, yo no le creo. Y ese torpe maniobrar de tomar la Nikon y disparar con flashes, acomodarse el sombrero, preguntarme la hora, pedirme fuego para encender su cigarro, acomodarse la corbata, y más actuaciones propias de algún inapropiado enviado de Le Monde, me proponen salir por un trago de coñac. Amargo. Placentero. Ceremonioso. Dicho no por mí, sino por todas las cosas que aquí se han juntado, desde las butacas hasta los gritos y los hurras de los aquí presentes. Hip hip hurra. Bla, bla, bla. Baldes de agua fría.
Me he puesto a analizarlo todo, o casi todo, en la tarde a la hora del almuerzo, miraba a un pastor alemán en la calle con su dueño, y me preguntaba quién tenía peor suerte, el pastor por nacer perro o yo por nacer Rubalcaba. No sabré la respuesta, o quizá sólo creyendo en la reencarnación. Como todo lo que se cree y todo lo que se jura, para mentirnos un poquito y dárselas de muy intelectual, con lo mucho que detesto a los otros genios que se reúnen entre ellos en habitaciones privadas como si fueran sesiones de belleza en alguna pensión.

S
e mueve el piso como el techo cuando se lo mira desde la cama, ahora que empiezan a salirme canas tempraneramente, y en los bolsillos no hay más que pelusas. Supongo que a todo esto algo bueno uno debería sacarle. Besos de nadie. Instantes perecederos, angustias de otros, atún enlatado. En fin, cosas que no nos gusta contar porque a los números no se los puede querer tan de pronto.
Una tos de cigarro me despierta todas las noches, y cuando tose el pecho provoca vomitar la cena entera. Nunca he ido a un doctor, creo que debería. No quisiera yo morirme sin publicar al menos un primer librito, un poemario. Algo. Y ahí sí, morirme.
Cada palabra escrita trae consigo unas ganas tremendas de quedarse, porque tienen miedo de que se les facturen gripas y trajes a la medida como, digamos, cajas de madera. Hay un problema devastador con angustiarse, al igual que un problema devastador con encontrarse al éxito, porque si se lo encuentra uno deja de sentir deseo, dice la teoría Freudiana, y ¿Quién soy yo para refutar? Tengo una manía por quedarme quieto y pensar solamente en escribir. Y sé que un libro decente tiene no menos de doscientas páginas. Es por esto, y mis presentimientos de que algo sucederá tan de pronto, que persigo las ideas como un oficinista atrasado a un taxi por la calle. Por eso la recomendación a Julio de titular algo con El Perseguidor.

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